Poder Politico y Forma Jurídica

El profesor arequipeño Enrique Soto León Velarde, agudo constitucionalista de formación político-social, planteó con lucidez -en su momento- que la forma jurídica cobra sentido solo en la medida en que expresa un contenido social. Hoy, podríamos (con permiso del maestro) reformular la tesis, no solo hay que mirar el contenido social, sino el contenido político, y no en su acepción noble de búsqueda del bien común, sino en su versión más operativa, la correlación de fuerzas que impone su relato y lo reviste jurídicamente para que no parezca lo que es.
No se trata de negar la importancia de la forma jurídica. Al contrario, la forma —(como límite, como garantía, como método) es una conquista de la civilización. Pero cuando esa forma se convierte en liturgia hueca, incapaz de contener el exceso de una política instrumentalista, deviene en algo peor que inútil, en un ornamento para la imposición.
En el Perú actual, el derecho parece flotar como una corteza vacía sobre un mar agitado de fuerzas políticas y sociales. La forma jurídica (la ley, la sentencia, la resolución administrativa) se presenta solemne, vestida de neutralidad, pero su contenido revela otra historia, la de intereses que no se confiesan, pulsiones de poder que se encubren con ropajes técnicos, y simulacros de deliberación que apenas disimulan el vértigo de una institucionalidad pervertida.
Basta observar la producción normativa reciente en el Perú para constatar que lo jurídico no condiciona al poder, sino que lo persigue, lo justifica, lo racionaliza. Las leyes se aprueban no para consolidar el pacto constitucional, sino para consolidar alianzas coyunturales, blindajes personales, o venganzas institucionales. Las sentencias, incluso las del más alto tribunal, son leídas más por su alineamiento político que por su densidad argumentativa. Lo jurídico se convierte así en coartada de lo fáctico.
La forma jurídica, lejos de servir como filtro de racionalidad y justicia, termina convertida en un recipiente maleable, adaptable al clima de la coyuntura. A veces incluso se vacía de contenido antes de nacer, normas aprobadas a medianoche, con errores groseros, sin estudios técnicos ni deliberación sustantiva. Pero luego son defendidas por sus autores con una dignidad impostada, como si el simple hecho de ser «ley» las volviera legítimas por generación espontánea.
A esta altura, ya no se trata de una crítica romántica al formalismo jurídico. Se trata más bien de cultivar una sana sospecha, si una norma no responde a un consenso constitucional, si una sentencia no se alinea con los principios del sistema democrático, entonces lo jurídico no es otra cosa que poder con disfraz de legalidad. En esa línea, hablar de «contenido jurídico» sin un contenido constitucional auténtico es una expresión de fe que ya pocos comparten, y que muchos apenas repiten para no parecer cínicos.
El escepticismo que aflora, entonces, no es destructor. Es más bien higiénico. Porque si no somos capaces de reconocer que muchas veces el derecho opera como una forma sin contenido, o peor aún, como una forma colonizada por contenidos extrajurídicos, seguiremos defendiendo una ilusión normativa.
Es por eso que el debate jurídico debe dejar de fingir neutralidad cuando todo lo que se debate está teñido de intereses. Debe dejar de hablar de técnica cuando lo que está en juego es la voluntad de imponer una visión, un relato, una impunidad. La pregunta no es si algo está «ajustado a derecho», sino si ese derecho expresa un contenido constitucional legítimo o una voluntad de poder oportunamente revestida.
El Perú ya no necesita más normas. Necesita reconstruir el contenido. No basta con custodiar la forma si dentro de ella no hay nada más que un eco institucional sin sustancia. El riesgo no es solo la crisis, sino la normalización del vacío, un país que cree que todo está bien porque hay leyes, aunque esas leyes no respondan a ningún pacto legítimo.
Celis Mendoza Ayma – Magistrado y Docente Universitario
Foto Mundiario