Discurso de Mario Vargas Llosa en la UNMSM cuando fue condecorado con el grado de Gran Cruz el 2011

“De más está decirles lo agradecido y emocionado que estoy por este reconocimiento que me brinda mi alma máter, y por las palabras tan cariñosas que ustedes han escuchado de Carlos Eduardo Zavaleta, viejo amigo y colega desde mis años sanmarquinos.
Me conmueve mucho estar aquí, porque estos patios, este local mismo, me resucitan una época que recuerdo —como todas las personas que llegan a la edad que tengo— con mucha nostalgia y cariño.
Los años sanmarquinos fueron fundamentales para mí: desde el punto de vista intelectual, de mi vocación literaria y también de mi formación cívica. Nunca me he arrepentido de haber ingresado a la Universidad de San Marcos ni de haber pasado aquí seis años.
Fueron años muy difíciles para el Perú. Padecíamos, una vez más en nuestra historia, una dictadura: la del ochenio, la del general Odría. Como suelen ser todas las dictaduras, fue violenta, represiva y, por supuesto, muy corrupta. Mi generación la sufrió más que ninguna, porque esos ocho años coincidieron con nuestra niñez, adolescencia y paso a la adultez.
Era una época en que la política se había convertido en una mala palabra. Estaba prohibido hacer política; ese era un privilegio de quienes tenían el poder. Existía una famosa ley de seguridad que eliminó prácticamente a todos los partidos políticos, salvo al oficialista. Había una censura muy rígida que purgaba los diarios y las radios. Aún no llegaba la televisión al país. Vivíamos en un mundo de desinformación, donde los rumores, las conjeturas y las invenciones llenaban el vacío que dejaba la información.
Era un país donde se cometían abusos que no podían denunciarse ni protestarse. La corrupción no podía ser sancionada. Había muchos peruanos en las cárceles y muchos otros en el exilio. San Marcos, precisamente, acababa de ser objeto de una terrible represión: en 1952 hubo una huelga, una de las manifestaciones más enérgicas y vibrantes contra la dictadura de Odría, y la universidad pagó muy caro esa actitud gallarda. Muchos estudiantes y profesores estaban presos o exiliados, y la universidad estaba sembrada de confidentes del siniestro director de Gobierno de entonces, Alejandro Esparza Zañartu.
Sin embargo, uno de los escasos focos de resistencia a la dictadura era precisamente esta universidad, a la que ingresé en 1953. Era una de las pocas instituciones donde todavía se hacía sentir un espíritu de libertad, de resistencia y vocación cívica, a pesar de los riesgos que eso implicaba.
Aquí, los jóvenes podían vivir, aunque fuera en la clandestinidad y en minoría, una vida cívica activa. Aquí se podía soñar y discutir sobre un país distinto, y emprender acciones que, por pequeñas que fueran, representaban una contrapartida a esa política espesa, cínica y mentirosa que imperaba en el Perú de aquellos años.
San Marcos ha sido, a lo largo de su historia, una institución inconforme, rebelde, donde se soñó con un porvenir distinto para nuestro país. De sus aulas han salido las grandes figuras intelectuales del Perú, en las ciencias y las humanidades. La San Marcos a la que ingresé aún albergaba a esas figuras señeras que marcaron nuestra vida cultural y dejaron una huella indeleble.
Aquí enseñaban Jorge Basadre, Luis E. Valcárcel, Raúl Porras Barrenechea, José María Arguedas, José Luis Bustamante y Rivero, José de la Riva Agüero, José León Barandarián. En las ciencias, Honorio Delgado, Alberto Hurtado… lo mejor que el Perú podía ofrecer en cualquiera de las profesiones liberales estaba o había pasado por San Marcos.
Enseñar en San Marcos daba prestigio, y por eso los profesionales más destacados hacían un alto en sus actividades para dictar una cátedra, un seminario, un curso. Mi formación universitaria empezó verdaderamente aquí, en el Patio de Letras y en el de Derecho, donde tuve profesores extraordinarios a quienes recuerdo con enorme gratitud. El más importante para mí fue, por supuesto, el doctor Raúl Porras Barrenechea.
Siempre digo que he tenido la suerte de escuchar a grandes intelectuales en el mundo, y de aprender mucho de ellos, pero nunca oí a nadie que hablara con la elegancia, la sabiduría y el brillo de Raúl Porras Barrenechea. Quienes pasamos por sus aulas difícilmente pudimos olvidar aquellas clases que preparaba con tanto esmero, como si fuera la primera vez que pisaba San Marcos.
Tuve el privilegio de trabajar en su casa en un proyecto de historia auspiciado por el editor Juan Mejía Baca, que lamentablemente solo se concretó a medias. El doctor Porras preparaba sus clases como si se dirigiera al auditorio más exigente del mundo, con el rigor y la honestidad intelectual que pocas veces he visto. Escucharlo me llevó incluso a dudar de mi vocación literaria: llegué a pensar si no sería la historia, y no la literatura, la mejor forma de expresar la inteligencia y la creatividad humanas.
Trabajar con él fue fundamental, no solo por lo que aprendí sobre la historia del Perú, sino por el compromiso intelectual, con la verdad, con una vocación, con el Perú. Esa integridad moral e intelectual me marcó profundamente.
Recuerdo también el Patio de Letras, que era por entonces el cuartel general de la literatura peruana. Por ahí pasaban narradores, poetas, críticos, muchachos y muchachas con sueños de escribir y publicar algún día. Era una formación paralela a la de las aulas. Allí, en voz de Carlos Eduardo Zavaleta, oí por primera vez el nombre de William Faulkner, quien luego marcaría profundamente mi literatura. Zavaleta fue uno de sus grandes introductores en el país.
Aquí aprendí que ciertas palabras, ciertas frases, ciertas estructuras del tiempo podían convertir cualquier anécdota en una obra extraordinaria. Y aquí, en esta biblioteca —que no recuerdo tan limpia y ordenada como ahora, sino llena de telarañas que a veces caían sobre uno—, leí una novela que me marcó para siempre: Tirante el Blanco, de Joanot Martorell.
Recuerdo que, por espíritu de contradicción, tras oír a Luis Jaime Cisneros desestimar las novelas de caballería, vine aquí a buscar una, y tuve la suerte de recibir esa joya valenciana en una edición de Martín de Riquer. Fue una revelación: comprendí la vocación totalizante de la novela, su capacidad para abarcarlo todo. Desde entonces soñé con escribir una novela que diera esa sensación de totalidad.
Como esa, podría contar muchas otras anécdotas literarias, políticas, personales. Recuerdo nuestras actividades clandestinas en el Grupo Cahuide, que intentaba reconstruir el partido comunista tras la represión del 52. Éramos pocos, pero vivíamos con una ilusión intensa: transformar el país, transformar la humanidad. Repartíamos volantes hechos con mimeógrafos ruinosos, convencidos de que hacíamos algo importante.
Fue un aprendizaje cívico, una formación de carácter que me ha marcado de por vida. San Marcos me ha acompañado siempre, como escritor y como ciudadano. Viví aquí una intensidad y una riqueza que me alimentan desde entonces.
Podría seguir contando, pero creo que ya he dicho lo suficiente para que comprendan cuánto agradezco esta medalla, esta distinción, esta Cátedra que lleva mi nombre. Jamás lo hubiera imaginado en mis años de estudiante.
Nada puede conmoverme más. Y soy plenamente consciente de que esta medalla y esta Cátedra conllevan una obligación, una responsabilidad que asumo con todo el rigor y capacidad que me sea posible.
Sin duda, este será uno de los recuerdos más hermosos de mi vida, un cuento de hadas que comenzó el día en que los académicos suecos me otorgaron el Nobel, y que continúa esta noche aquí, en mi alma máter.
San Marcos, como dije al comenzar, es una de las cosas buenas que le han pasado a nuestro país. Una institución antigua —como decía Arguedas, la antigüedad es un valor—, la más antigua de América, y siempre un foco de ciencia, de pensamiento, de lucha por la libertad y por un mundo mejor.
Esa tradición la siento muy cerca. Y desde luego, no escatimaré esfuerzos para no defraudar a quienes me han colmado esta noche con tanta generosidad.
Muchas gracias a todos”.
Discurso de Mario Vargas Llosa el 30 de marzo del 2011 cuando el rector de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos le confirió la Medalla de Honor y el grado de Gran Cruz.
Foto Zenda