La Disolución de la Democracia: Poderes paralelos y la pantomima del poder en el Perú

Hugo Amanque Chaiñanoviembre 8, 20259min0
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La Disolución de la Democracia: Poderes paralelos y la pantomima del poder en el Perú

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La reciente y expedita vacancia de la presidenta Boluarte y la ascensión al poder ejecutivo del cuestionado presidente del Congreso, Jerí, lejos de constituir un cambio sustancial, no hacen más que revelar la profundidad de la crisis orgánica que atraviesa el Estado peruano. Su salida no fue intempestiva; era el desenlace previsible de una administración sostenida artificialmente por la misma coalición de intereses mafiosos que, al encontrar en el episodio de la balacera contra Agua Marina la gota que rebalsaría el vaso de su propia insostenibilidad, decidió cambiar la pieza desgastada en el tablero.

Lo que observamos en estas primeras semanas del señor Jerí no es el inicio de una nueva gestión, sino la consolidación de un patrón ya crónico: la dedicación exclusiva a propiciar cortinas de humo, mientras se eluden de manera sistemática los problemas de fondo que aquejan a la nación.

Este nuevo inquilino de Palacio de Gobierno es, en esencia, un delegado de las organizaciones mafiosas que controlan el poder legislativo y vastos territorios del Estado. Su actuación confirma una tesis que gana fuerza en el análisis internacional, como lo ha señalado recientemente el New York Times: la lenta pero implacable disolución de la democracia peruana a manos de lo que se puede denominar como «poderes paralelos».

Se trata de una telaraña de agrupaciones, dentro y fuera del aparato estatal, que responden a economías delictivas y han conseguido, mediante su dominio, que el marco normativo los favorezca de manera abierta y descarada. La conocida relación de «leyes pro-crimen» enumeradas por el Ministerio Público es la prueba más elocuente de esta captura institucional.

Esta peculiar forma de disolver la democracia es particularmente insidiosa porque carece de un rostro único. El poder efectivo ya no reside necesariamente en el Ejecutivo, sino en esta red difusa y entrecruzada que articula a la minería ilegal del oro, a los narcotraficantes, a los tratantes de personas, a los contrabandistas y a las bandas de extorsión, las cuales incluso han extendido sus tentáculos al control de espectáculos musicales a través de empresas formales.

Ante este enemigo multifacético, la respuesta del gobierno ha sido tan predecible como ineficaz: el recurso al estado de emergencia, el decimonoveno en los últimos años. Una medida que, lejos de desarticular las sofisticadas estructuras jerárquicas del crimen organizado –que operan desde las sombras y se comunican a través de redes e incluso desde los penales–, funciona primordialmente como un mecanismo de contención de la protesta social y de afianzamiento de la relación con las fuerzas armadas y policiales.

La pantomima se completa con un presidente que, en un burdo esfuerzo por emular a figuras autoritarias, se disfraza de Bukele, visita cárceles y comisarías en espectáculos mediáticos carentes de toda sustancia. Mientras, las acusaciones por violación y desbalance patrimonial que pesan sobre él fueron convenientemente «suspendidas» por el Fiscal de la Nación, un favor político que evidencia la profundidad de la connivencia en las altas esferas.

En un país con instituciones democráticas sólidas, un personaje con semejantes antecedentes no aspiraría siquiera a un cargo municipal; aquí, con las mafias controlando el Estado, su ascenso pasa como un hecho normalizado.

La gran paradoja, y el mayor peligro, reside en que esta disolución progresiva de la democracia no tiene la cara visible de una dictadura clásica. No hay un tirano contra el cual el pueblo democrático pueda unirse y combatir. El presidente es, con frecuencia, un personaje irrelevante, un títere cuyo papel es representar a los poderes paralelos en el Ejecutivo.

Esta «kakistocracia» o gobierno de los peores, se sustenta en la fragmentación política extrema –con más de cuarenta fuerzas registradas– y en la ausencia de partidos programáticos y doctrinarios organizados. El enemigo es elusivo, está en todas partes y en ninguna, lo que hace casi imposible para la ciudadanía identificar un blanco claro contra el cual dirigir una oposición coherente.

Frente a este panorama, las alternativas electorales que se perfilan no ofrecen un horizonte esperanzador. Las fuerzas con posibilidades de superar la valla, según los pronósticos, son pocas y con votaciones mínimas, lo que augura un Congreso fragmentado y proclive a ser controlado por una mayoría absoluta surgida de esa misma fragmentación. Se avizora, así, la consolidación de una suerte de «dictadura parlamentaria».

La perspectiva de un fraude electoral que consolide un gobierno autoritario de derecha no es descartable, en un escenario donde las opciones de centro o centro progresista aparecen con porcentajes ínfimos en las encuestas y las movilizaciones sociales, aunque significativas, no logran aún traducirse en una fuerza política alternativa con la potencia necesaria para disputar el poder.

En el ámbito internacional, la política exterior de la administración Trump muestra una peligrosa agresividad que repercute directamente en la región. El despliegue de la flota norteamericana en el Caribe, con el pretexto de combatir el narcotráfico, pero con el objetivo transparente de presionar al régimen de Maduro, es un acto de prepotencia imperialista que, lejos de resolver la crisis venezolana, podría desestabilizar aún más la región y otorgarle al dictador un inesperado respaldo nacionalista.

Paralelamente, la descomunal inversión de Washington en el triunfo de Milei en Argentina evidencia la determinación de imponer representantes sumisos en América Latina, dispuestos a diluir la soberanía nacional a cambio de un alineamiento absoluto. Mientras, en Chile, la incógnita electoral y la posibilidad de una segunda vuelta entre extremos reflejan la polarización que recorre el continente.

La situación en Gaza, con una tregua frágil y constantemente violada por Israel, y la amenaza de Trump de reanudar las pruebas nucleares, completan un cuadro internacional volátil y peligroso, gobernado por la impulsividad y la amenaza de la fuerza.

Para concluir, la batalla crucial en el Perú es generar una corriente de opinión pública robusta y consciente que enfrente a las organizaciones criminales que hoy ejercen una hegemonía sobre el Estado. El combate frontal contra la minería ilegal –que ahora ambiciona una certificación estatal–, el narcotráfico, las extorsiones y el contrabando, no es una tarea sectorial, sino la defensa misma de la esencia de la democracia.

El verdadero enemigo no está en un partido político específico, sino en esta red de poderes paralelos que, con la complicidad de grupos económicos formales que entrelazan sus intereses con los delictivos, disuelven día a día los cimientos de la República. La supervivencia de la democracia peruana depende de nuestra capacidad colectiva para identificar y desarticular esta hidra de múltiples cabezas.

Agustín Haya de la Torre – Otra Mirada

 

Hugo Amanque Chaiña


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