Los grupos radicales de la derecha peruana

Desde hace un tiempo, diversos grupos radicales —entre los más conocidos, La Resistencia— vienen agitando el panorama político y causando zozobra en la esfera pública con sus actos violentos. Más allá de lo repudiable de sus conductas, y las denuncias que tienen por hostigamiento, acoso, reglaje y perturbación contra la tranquilidad pública, es necesario hacer una lectura sobre sus alcances políticos, cómo se relacionan con la derecha peruana y por qué a esta les resulta útil. El presente artículo —no está de más decir que exploratorio— busca dar cuenta de cuál es el perfil, las estrategias y la agenda que se viene trazando en torno a los grupos radicales. No es una lectura de denuncia, sino más bien una comprensión sobre los efectos políticos del radicalismo de derecha en el Perú.
Radicalismo de derecha: un breve perfil
Los grupos radicales no pueden más que provenir de un espectro radical en política, y en esto ha devenido una parte de la derecha peruana en los últimos años. Ha surgido una derecha radical. Por ello, para conocer cómo actúan estos grupos, en primer lugar, será necesario definir el espacio del cual se alimentan.
Según el politólogo Cas Mudde, los grupos de derecha antisistema (conocidos también como ultraderecha) se dividen en dos bandos. El primero de ellos sería la extrema derecha, que rechaza abiertamente la democracia liberal, ciertos derechos fundamentales y la soberanía popular, por lo que resulta afín a posiciones autoritarias, antidemocráticas e incluso totalitarias.
El segundo sería la derecha populista radical, que aquí vamos a llamar simplemente “derecha radical”. Esta derecha sí acepta las reglas del juego democrático, pero paradójicamente las petardea por dentro y busca causar zozobra en el sistema político, por considerarlo insano. Aunque por su discurso virulento y sus acciones sumamente hostiles, grupos como La Resistencia pueden ser considerados parte de la extrema derecha, en realidad todavía caminan por los bordes de la derecha radical.
¿Cómo se ha formado esta derecha? La derecha antisistema con rasgos autoritarios tiene larga data en el Perú, así como en otros países del mundo, aunque desde hace décadas viene sosteniéndose, de manera periférica, sin mucho arraigo. Sin embargo, se ha creado un escenario para que pueda tener mayor visibilidad y arrastre político. ¿A qué se debe esto? En primer lugar, por la crisis económica global del 2008, que trajo una serie de descontentos sobre la burbuja de estabilidad construida en el mundo post-Guerra Fría. En segundo lugar, por el destape de casos de corrupción —en el Perú y América Latina, con los escándalos de Odebrecht, entre otros casos domésticos— que han tenido fuerte impacto sobre la clase política.
En tercer lugar, por el ascenso y declive de la marea rosa en la región; es decir, la emergencia de regímenes de izquierda heterogéneos, pero con cierta proyección geopolítica y proyectos afines que finalmente terminaron apagándose. En cuarto lugar, por un sustantivo avance del progresismo en la agenda pública, debido al crecimiento de los movimientos feministas, LGTBIQ+, antirracismo, decoloniales, ecologistas, entre otros. Y, finalmente, por el gran impacto que ha tenido la pandemia de coronavirus, y no solo en la salud pública, la crisis económica o el desempleo. También han surgido fuertes cuestionamientos a los Gobiernos por las disposiciones sanitarias, las medidas restrictivas, el control social y el prolongado estado de emergencia.
Un escenario como este ha sido propicio para que germinen con mayor fuerza los grupos de derecha radical a manera de respuesta. Lo novedoso aquí es que se presentan como actores políticos que cuestionan el establishment, sujetos subversivos que aparentemente están en contra del sistema político. La derecha radical se ha erigido como el estandarte de cambio, disputándole a la izquierda esta narrativa y hasta su arraigo en sectores populares (o, por lo menos, así lo afirma en el discurso). Esta derecha cree ser el estandarte de lucha contra la clase política corrupta, la que tendría bajo su control a gran parte del armatoste social (desde la intelectualidad hasta los medios de comunicación). Pero sobre todo es la punta de lanza contra el principal enemigo, culpable de toda esta situación: la izquierda comunista.
El comunismo contra el cual dice enfrentarse la derecha radical es una extraña anacronía histórica —y una paranoia—, pero no una casualidad. Es un enemigo construido de manera forzada, un fantasma sobre el cual se ha buscado azuzar el miedo, el rechazo y el odio por las “fallas” del sistema político. Y les resulta efectivo. En el caso de la izquierda peruana, este comunismo se presenta en sus dos vertientes: los caviares y los terroristas. Los primeros vendrían copando y controlando de manera sistemática el aparato del Estado desde hace dos décadas, además de parasitar el mismo. Los segundos, sus parientes pobres y derrotados durante la “guerra contra el terrorismo”, buscarían tomar el Gobierno —¡y ya lo han conseguido! — por medio de las urnas. A ambos habría que desterrar del poder, y si es posible proscribirlos de la política definitivamente.
Para cumplir con este fin, la derecha radical necesita de liderazgos fuertes y personalistas. Juan Carlos Ubilluz ha analizado el caso de Rafael López Aliaga, una de las cabezas más visibles del radicalismo de derecha peruano durante las últimas elecciones. Aunque no es un líder con el carisma de Jair Bolsonaro de Brasil o Donald Trump de los Estados Unidos, referentes mundiales de la derecha radical, López Aliaga ha intentado suplir sus defectos promoviendo un discurso visceral, vulgar y vengativo, pero a la vez “transgresor” y “liberador”.
Esto resulta llamativo para una parte del electorado, hastiado del sistema político, y que busca respuestas a la crisis. Así, para frenar el desastre económico, López Aliaga busca evitar la destrucción del modelo que le ha traído “prosperidad” al país —y sobre todo a él mismo—. Y contra la debacle moral, debido a la perversión de los “valores” tradicionales, su liderazgo se convierte en el protector de la familia, la religión y la patria. Este no es más que el reflejo de una derecha radical que se presenta como abiertamente conservadora y en esencia primordialista. Retomaremos esto en el último apartado.
La estrategia en torno a los grupos radicales
Ahora que conocemos a grandes rasgos en qué consiste la derecha radical, pasaremos a abordar directamente cuáles son la estrategia desplegada en torno a sus facciones de choque. En el Perú, grupos radicales como La Resistencia, Insurgencia, Los Combatientes, entre otros, vienen desde hace buen tiempo demostrando su capacidad de confrontación por medio del acoso político. Periodistas, políticos, fiscales, jueces, defensores de derechos humanos, escritores y hasta artistas han sido parte, en algún momento, de ataques sistemáticos por parte de estos grupos radicales. Es más, desde poco antes de las elecciones presidenciales dieron el salto organizando protestas, enfrentándose a grupos políticos o destruyendo memoriales de la sociedad civil.
¿A qué responden estas acciones? A pesar de las afinidades evidentes, las conexiones ideológicas, los contactos políticos y hasta la posibilidad de que haya financiamiento económico directo, los partidos políticos de derecha y de derecha radical señalan que no respaldan a estos colectivos. O por lo menos en el discurso así lo afirman. Debido al rechazo que tienen en un gran sector de la ciudadanía, los grupos radicales se han convertido en los apestados de la derecha, pero no por ello dejan —ni dejarán— de ser útiles. Veamos en concreto cuál es esta utilidad y cómo responde a una estrategia silenciosa de la que poco se ha reflexionado, en parte debido a la preocupación por las acciones violentas que se han venido suscitando.
Para empezar, estas agrupaciones tienen dos objetivos claros desde sus inicios. El primero de ellos es amedrentar sistemáticamente a sus rivales políticos mediante plantones, agresiones verbales, ataques en redes y seguimiento de sus actividades. Se busca acallar voces, cualquier discurso disidente. Esta práctica continúa hasta el día de hoy, con protestas mejor organizadas, seguimiento de actividades públicas y hasta con simpatizantes que insultan personajes conocidos cuando los encuentran en espacios públicos. El segundo objetivo es atraer más personas a la causa, sumar voces descontentas y con afinidades en común. En un principio, esta labor no dio tantos frutos como esperaban. Sin embargo, la llegada de la pandemia fue un catalizador propicio para crear una insatisfacción generalizada que ha tenido en el radicalismo político sus vías de expresión.
Entonces, ¿han servido estas prácticas para captar simpatizantes? Por supuesto. La derecha en el Perú, como espectro político, no ha tenido mucho arraigo en el movimiento popular y escasamente en las organizaciones de base. Una forma de obtener adherentes es por medio del clientelismo o las promesas de dádivas políticas. Otra es mediante organizaciones religiosas (principalmente evangélicos y, en menor medida, católicos conservadores), quienes buscan tenderles puentes con sus comunidades morales. Y la tercera vía es esta, por medio de los grupos radicales. Lo que se busca es capitalizar el descontento contra la clase política, el estancamiento o crisis económica, la restricción de libertades y las medidas sanitarias. Y como dijimos arriba, se logró. No en gran medida, pero por lo menos estos grupos sí adquirieron cierta visibilidad pública y con ello algunos seguidores.
Para estas facciones radicales, el haber tenido un mínimo de arraigo ha sido un triunfo. Y si bien siguen siendo pocas las personas que se suman a sus filas, el poder generar caos y ruido suficiente les permite atraer los focos mediáticos. Esto es algo de lo que son muy conscientes, y por ello también muchos de sus líderes e integrantes conocidos resultan ser personajes llamativos y estrambóticos para las cámaras.
A veces, los medios de comunicación afines a la derecha radical suelen ser muy concesivos con estos grupos (sobre todo cuando atacan a miembros de la izquierda política). Y debido a que grupos como La Resistencia no son de agrado para el público, los terminan presentando como “ciudadanos que protestan”, como si sus plantones fueran espontáneos y no planificados. No importa. La derecha radical es demagógica, el hecho de generar ruido en las calles es la justificación ideal para sus acciones, porque estarían respaldadas por el “sentir popular”. Por ello, no resulta novedoso que inflen cifras sobre sus convocatorias o las presenten como actos genuinos de la sociedad civil. Es más, para ellos estas manifestaciones representan una democracia (plebiscitaria) real.
Según Franco Dele, especialista en análisis de comunicación política, la derecha radical se alimenta de la “provocación estratégica”. Es decir, es impulsada a través de la polémica, los discursos políticamente incorrectos, las actitudes agresivas. Y no es que solo se limite a atraer el foco de la atención mediática, sino que tiene un objetivo mucho más sutil: redirigir el discurso público. ¿Qué quiere decir esto? Que la derecha radical busca llevar la discusión a sus propios términos, debatir desde su propia concepción sobre el mundo político y social. En el caso peruano, por poner un ejemplo, se discute en los medios de comunicación, e invitando “especialistas” (en realidad actores políticos presentados como académicos o tecnócratas), sobre el impacto “negativo” que tendría una nueva Constitución para el país.
No se discute los pros o los contras de una posible Carta Magna, sino directamente qué tan perjudicial resultaría. Ni qué decir —en espacios como las redes sociales— de la discusión sobre los fantasmas del supuesto comunismo amenazante, o la corrupción arraigada por culpa de supuestos Gobiernos de izquierda caviar que llevan veinte años en el poder. Son términos que han trascendido la derecha radical, para su regocijo, y algunos ya se debaten desde otras posiciones políticas.
Sin duda, este es un triunfo notable para la derecha radical: conquistar posiciones en el sentido común, el imaginario político y el lenguaje público. Esto provoca un desplazamiento silencioso de todo el sistema político hacia la derecha. En primer lugar, atrayendo a la centro-derecha y a la derecha conservadora hacia el radicalismo, por el temor de perder arraigo electoral sin una propuesta disruptiva. También provoca el desplazamiento del centro político, debido a una polarización marcada en la que acercarse a posiciones de izquierda es caer en la estigmatización. Y, por último, también afecta a una parte de la izquierda propiamente, deseosa de demostrar que no es antisistema, y que más bien sí es democrática, responsable y tiene la expertise suficiente para manejar el país. La izquierda así se ve empujada hacia el centro político.
Los avances de la derecha radical representan un deterioro violento del pluralismo político. Y esto no podría lograrlo sin sus grupos radicales. El arduo trabajo que estos colectivos hostiles hacen en campo difundiendo discursos de odio, intentando legitimar sus reclamos mediante la calle y atrayendo seguidores, quienes hacen de sus proclamas bolas de nieve, tiene algo que decirnos para el análisis político. Y es que grupos como La Resistencia no solo están conformados por un puñado de orates fundamentalistas o potenciales terroristas —por más que sus actos sean efectivamente violentos y repudiables—, sino que son ejecutores de un trabajo político muy bien planificado. Además, existe detrás de ellos una notable asesoría jurídica que los orienta para que realicen acciones al filo de la ley y no sean sancionados. Existe violencia en su comportamiento, sí; pero está controlada para que sus miembros salgan bien librados y puedan seguir haciendo trabajo político y cometiendo actos con impunidad.
El accionar de estos colectivos es característico de las derechas radicales y juega bastante con la ambigüedad. Por ello no existe una condena total contra sus acciones, por lo menos no una que acarree la sanción punitiva. Lo que hay es un rechazo social hacia un grupo que todavía no puede ser catalogado totalmente como extremista (por lo menos, no en sentido estricto), y que maneja estos vacíos a su favor. Por ello, buscan forzar el discurso público hacia sus propios términos y, para atraer el foco mediático, realizar acciones virulentas controladas, pero que tendrían la aprobación de sus simpatizantes radicalizados y poco a poco de sectores de derecha moderados.
Habría algo notable que agregar en estas reflexiones. Si el radicalismo político en la derecha ha permitido que se sumen a sus filas la derecha conservadora y hasta la confusa derecha liberal peruana, hay una preocupación mayor y sobre la que es necesario poner los reflectores. Quizá grupos radicales como La Resistencia no hayan cruzado el umbral del extremismo político, y probablemente no lo vayan a hacer abiertamente, pero sí pueden alentar a que otros grupos lo hagan. Es el caso de los colectivos de exmilitares, quienes se han pronunciado abiertamente a favor de la vacancia presidencial, e incluso han amenazado con provocar una insurgencia popular, derramar sangre y hasta utilizar tácticas militares para derrocar al Gobierno. Y es que otra función de los grupos radicales sería allanar el camino o alentar para que surjan colectivos similares al de los exmilitares o incluso más extremistas. Más allá de la visible preocupación por la seguridad pública, esto también tiene un efecto político.
Aunque en un contexto social como el peruano para nada es descartable la violencia política desde la ultraderecha, los coqueteos del radicalismo político con el extremismo también tienen como objetivo presionar y mover las posiciones de los demás actores políticos. En tiempos en los que no se rechaza la vehemente actitud de los grupos radicales, y más bien se aplaude el socavamiento de la legitimidad de las instituciones, nadie quiere perder la oportunidad de conseguir un poco de respaldo social. Así sea este artificial o forzado, pero por lo menos otorga apariencia de legitimidad. Estas medidas paradójicamente se han hecho para defender el sistema (de un grupo que se dice antisistema), pero más bien terminan por socavarlo. Peor aún, si tomamos en cuenta que una situación como esta puede provocar respuestas desde otros espectros políticos (incluida la izquierda) y sus actores con capacidad de movilización social. En un escenario de radicalismo y polarización, no todos estarían dispuestos a aceptar este viraje del sistema político hacia la derecha. La estrategia silenciosa que hasta el momento se ha venido desplegando tiene, sin duda, un límite.
La agenda y los peligros de la derecha radical
La derecha radical tiene una agenda clara, con planteamientos mayormente conservadores en el aspecto social (y cultural) y liberales en el aspecto económico. ¿En qué consisten? En el primer plano, sus propuestas se basan en una defensa cerrada de la familia tradicional, la religión como sistema moral, la nación como referente de identidad frente a la amenaza globalista, la vida frente al riesgo abortista, entre otros. Es una agenda postmaterialista contra la “degradación humana”, que en América Latina todavía no ha tenido el éxito esperado, tomando en cuenta que nuestra región se encuentra condicionada por una desigualdad social marcada, y con necesidades materiales que reclaman ser atendidas de inmediato. Pero si estos planteamientos regresivos-restaurativos no terminan por convencer a todos, hay otro frente: la lucha contra el comunismo empobrecedor y corrupto. Y para ello se debe empujar el coche de un modelo de desarrollo “exitoso”, basado en el libre mercado, pero que aquí ha sido replicado como remedo mercantilista por culpa de un Estado ineficiente y copado por una elite caviar corrupta.
Para lograr este fin, la derecha radical busca producir nuevas formas de legitimidad. Una muy llamativa, tomando en cuenta sus reivindicaciones nacionalistas, son las coordinaciones estratégicas con otras organizaciones políticas de derecha continental y extra continental. Pero no son alianzas orgánicas, algo así como como las teorías conspirativas plantean que vendría a ser el Foro de São Paulo para la izquierda latinoamericana, sino más bien respaldos ideológicos transnacionales. Gestos políticos, por el momento, que terminan sumando “legitimidad” nacional e internacional. Y es que existen entre las derechas radicales de nuestros países no solo agendas en común, sino también discursos y prácticas políticas similares. Por el lado de los discursos, predominan aquellos que buscan recortar derechos a las poblaciones en situación de vulnerabilidad (“igualdad para todos sin privilegios”, afirman) y, faltaba más, los que promueven el odio (racismo, clasismo, machismo, xenofobia, etc.). Por el lado de las prácticas, el uso de grupos radicales ha sido también frecuente en muchos países de la región, y en algunos casos encendiendo el fuego de la violencia.
En la actualidad, existe una intensa disputa en el campo político no solo peruano, sino a nivel regional, entre una derecha empujada por el radicalismo y el conservadurismo frente a una izquierda heterogénea y con un horizonte para nada revolucionario. Ha sido tal la fuerza reactiva del radicalismo que propuestas keynesianas y socio liberales, que hace unas décadas hubieran sido rechazadas por las izquierdas latinoamericanas debido a su reformismo, hoy en día son etiquetadas como marxistas o comunistas por la derecha radical. ¿Paranoia o estrategia política? Quizá ambas. Lo cierto es que este es el terreno que ha ganado el radicalismo en la discusión pública (mas no académica) y en una parte del imaginario social. Una batería ideológica que, por más absurda que parezca, ha sabido llevar a su terreno las discusiones políticas y ha arrastrado a todo el sistema hacia su espectro.
Pero el radicalismo de la derecha viene haciendo algo más. Ha empezado a erosionar silenciosamente el campo democrático, incluso en los propios términos establecidos por la democracia liberal. Y está poniendo sobre la mesa todas las armas que tiene, incluidas las menos legítimas, como los golpes de Estado blandos y la aparición de grupos radicales y hasta extremistas para respaldarlos. Su batalla se encuentra en todos los frentes y se puede percibir desde sus posturas primordialistas, a nivel cultural, hasta su fe dogmática en el liberalismo ya no solo económico, sino también político.
En el Perú, este frente se encuentra abierto por la derecha radical, con muchos aliados a su alrededor. En realidad, no serían más que una vieja clase política y empresarial, reconvertidas en nuevas oligarquías, y que estarían apostando peligrosamente las cartas por un frente autoritario. Una apuesta que, por cierto, ya ha sido hecha en el pasado, en circunstancias históricas que hoy no se replican de igual forma. En la actualidad, este frente apuesta también por la emergencia de una movilización social a su favor, algo que históricamente ha estado alejado de la derecha peruana.
El trabajo que realizan los grupos radicales, en ese aspecto, no debe pasar inadvertido. No por su poder de convocatoria, evidentemente escaso, sino porque allanan el terreno para la turbulencia promoviendo la polarización y ahondando la fractura social, además de socavar la legitimidad no solo del Gobierno sino del sistema político. Sin mucho rubor, y sí con mucho que perder, la última carta del frente conducido por la derecha radical sería apelar a la violencia (y quién sabe si incluso a los cuarteles). Por ello, la apuesta por el momento seguirá siendo la de una “paciente” toma del poder, revestido de lo que ellos llamarían su legitimidad: incendiar las calles.
Aldo Pecho Gonzales – IDL Seguridad Ciudadana