Hablar de Juan para que escuche Pedro
“Un pueblo que no sabe de dónde viene no sabe a dónde va”
José Antonio Maravall
Un día antes de las elecciones de segunda vuelta publiqué en mi muro de Facebook una foto del general Juan Velasco Alvarado sonriendo con una leyenda que decía: “Nos vemos mañana”. El lunes al conocerse los primeros resultados que daban como ganador al profesor Pedro Castillo de Perú Libre volví a publicar otra foto de Velasco, pero esta vez hablando por teléfono y con una leyenda distinta que decía: “Aló Pedro…”
Mi idea era vincular a Pedro Castillo con Juan Velasco Alvarado ya que se podría decir que Castillo, de padre campesino y profesor rural, es un “hijo y producto”, al mismo tiempo, tanto de la reforma agraria como del proceso reformista que desencadenó el velasquismo en los años sesenta y setenta. Pero sobre todo evidenciar que su triunfo electoral cierra un largo ciclo histórico que se abrió con el proceso velasquista de hace más de cincuenta años.
El reformismo velasquista
El velasquismo puede ser definido como un “reformismo estatal” de naturaleza antioligárquica; como un gobierno que busca fundar un “nuevo orden”. Pero que no nace de un “pacto democrático” sino, por el contrario, de un acto autoritario. Esto es, de la ruptura con el régimen oligárquico vía un golpe de Estado, para, a partir de ello, proponer a la sociedad un pacto que puede ser definido como fundacional y que buscaba, entre otros puntos, crear nuevas reglas y nuevas garantías de regulación de las disputas entre el capital y el trabajo, redefinir de manera sustantiva a la propia democracia representativa, las relaciones entre el campo y la ciudad, entre la nación y el sistema internacional, emancipar al campesinado mediante el fin del gamonalismo, el acceso a la propiedad de la tierra y a una ciudadanía plena. La radicalidad del velasquismo, en este contexto, se basó no sólo en la aplicación de un conjunto de reformas que afectaban a determinados grupos de poder tradicionales nacionales y extranjeros, sino también porque intentó fundar un nuevo orden social, político, económico y cultural.
El velasquismo, en este contexto, fue una “revolución política”, entendida ésta como la separación radical entre el poder político y la propiedad y más específicamente la propiedad de la tierra. Ello conduce, como dice Marx, a poner fin a la exclusión del individuo del conjunto del Estado. En una estructura donde poder y propiedad están ligados estrechamente y donde éste emana de la propiedad, el poder del Estado es “incumbencia especial de un señor disociado del pueblo y de sus servidores”. La revolución política, en ese sentido, eleva “los asuntos del Estado a asuntos del pueblo”, es decir, constituye al Estado “como incumbencia general”, destruyendo privilegios que separan a las élites de las clases populares y planteando, por lo tanto, la necesidad de crear un “pueblo” y nuevo Estado al mismo tiempo.
Por ello, no es extraño que una demanda básica de los ochenta, bajo el régimen democrático, fuera la inclusión, y más concretamente la del “pueblo”, en los asuntos políticos del Estado, es decir, la exigencia de ser parte de una comunidad nacional donde todas y todos somos iguales. En realidad, el velasquismo buscaba crear un nuevo Estado, una nueva sociedad y también un “pueblo” que fuera al mismo tiempo patriótico (lo que define la relación entre las y los peruanos) y nacionalista (lo que define la relación del país con el mundo).
Como sabemos este intentó fracasó por múltiples causas y dio nacimiento en la década de los años noventa a lo que hemos llamado el “régimen autoritario fujimorista”. Es cierto que al fujimorismo lo podemos calificar como un régimen autoritario “cívico-militar”, que lo fue, pero también lo podemos definir como una “contrarrevolución” política ya que volvió a vincular el poder político, propiedad privada y élites excluyentes. Por eso no nos debe extrañar que la Constitución del 93 fuera, justamente, lo contraria a la del 79 y que la principal herencia y característica fundamental del fujimorismo y del pos fujimorismo, además de su naturaleza autoritaria, sea la sistemática “captura del Estado”, como dice Francisco Durand, por las elites convirtiendo al Estado en “incumbencia de pocos” y manteniendo tanto los privilegios de esas elites económicas que gobernaban el país como una cultura y una política limeño-céntrica y racista.
En ese sentido, las principales “obras” del fujimorismo fueron la creación de un Estado neoliberal impuesto por un golpe de Estado y “legalizado” por la Constitución de 1993, una democracia sustentada en una relación clientelar con la sociedad y enemiga de los partidos y un “cosmopolitismo” como nexo con el mundo (o política exterior). Es decir, una abierta subordinación al proceso de globalización capitalista mundial. Algo muy distinto, por cierto, de la política exterior peruana en la década de los setenta que reposaba, entre otros puntos, en la independencia, la nación y la integración latinoamericana.
El “momento democrático”
En este contexto debemos ubicar y valorar la importancia del triunfo de Pedro Castillo y Perú Libre. Lo que quiero plantear es que el que el triunfo de Castillo abre las posibilidades de un “gobierno democrático y plebeyo”, cuya legalidad y legitimidad provienen de unas elecciones limpias (algo que niega y negará una derecha que ha derivado en golpista) y que, por ello, representa un momento democrático constituyente.
Este hecho nos plantea la necesidad de terminar democráticamente las tareas pendientes e incumplidas que nos dejó el momento reformista de los años sesenta y setenta como consecuencia del proceso velasquista y del trabajo de las izquierdas en esos años. Una de ella es la derrota del fujimorismo como expresión de lo que hemos llamado la “contrarrevolución”; y otra es recuperar, como una vez se dijo, el “espíritu” de la Constitución de 1979 para recrearla de acuerdo a los tiempos actuales.
Ello no significa repetir el velasquismo, tampoco promover un “neovelasquismo” sino más bien tener conciencia que necesitamos completar la construcción de la nación y terminar con el ciclo autoritario y abrir un ciclo democrático de larga duración. Es decir, terminar lo que comenzó hace más de cincuenta años para saber, finalmente de dónde venimos.
Alberto Adrianzén – Otra Mirada