¿Reforma de la Constitución o Asamblea Constituyente?
La Constitución Política del Perú de 1993 contempla mecanismos para su reforma, y desde su vigencia hasta la fecha ha sido modificada en diversas oportunidades. El 2000 se eliminó la reelección presidencial inmediata, el 2002 se modificó todo el capítulo referido a la descentralización, el 2009 se elevó el número de congresistas de 120 a 130, el año pasado se estableció que los parlamentarios no pueden reelegirse y se sustituyó al Consejo Nacional de la Magistratura por la Junta Nacional de Justicia, entre otros cambios.
Una cosa es reformar la norma fundamental, como se ha venido haciendo, y otra muy distinta una asamblea constituyente que dicte una nueva. Esto último constituye un quiebre constitucional, pues se trata de un acto al margen de la Constitución vigente. La Constitución de Colombia de 1991 es la décima de este país, la vigente del Perú es la decimosegunda, la de Bolivia de 2009 la decimonovena, la de Ecuador de 2008 la vigésima y la de Venezuela de 1999 la vigesimosexta, y en este último país hay actualmente una asamblea constituyente. Si cada vez que cambiamos de constitución, el país de que se trate mejorara, Venezuela sería una potencia económica.
Una carta magna tiene limitaciones. Hay situaciones que cambian gracias a ella y otras que no. Un cambio verdadero sería, por ejemplo, señalar en el segundo párrafo del art. 4 de la Constitución de 1993 que el matrimonio es la unión entre dos “personas”. Este sería un cambio con efectos jurídicos concretos. Las parejas del mismo sexo podrían contraer el matrimonio previsto en el Código Civil. Dejarían de gastar dinero en procesos de amparo que al final terminan en nada, como el portazo recibido recientemente por el Tribunal Constitucional en el Caso Ugarteche.
Otro cambio real sería modificar el cuarto párrafo del art. 31 de la Constitución vigente para establecer que el voto es voluntario. Es absurda la regla actual de considerar al voto, que es un derecho, como una obligación. El que sea voluntario incentiva un voto informado y responsable. El ejercicio de cualquier libertad implica responsabilidad, y lo mismo cabe esperar del ejercicio del derecho a votar, consustancial a una democracia.
La aprobación de leyes requiere una mayor discusión y reflexión. Resulta necesaria la existencia de dos cámaras en el Congreso. La baja de 120 diputados y el alta con 60 senadores. La cámara de diputados proyectaría y aprobaría la ley, y la cámara de senadores la revisaría. Solo una ley aprobada por ambas cámaras se remitiría al Presidente para su promulgación. Dado el fallo del Tribunal Constitucional del 19 de noviembre último, es necesario precisar conceptos en la Constitución, tales como “incapacidad mental permanente”, “denegación de la cuestión de confianza”, etc.
Hablemos ahora sobre los derechos económicos y sociales.
El art. 51 de la Constitución colombiana y el art. 30 de la ecuatoriana establecen que los ciudadanos tienen derecho a una vivienda digna. ¿Esto significa que todos los colombianos y ecuatorianos tienen vivienda? Claro que no. El art. 325 de la Constitución ecuatoriana establece que el estado garantiza el derecho al trabajo. ¿Esto significa que en Ecuador no hay desempleo? A la fecha, en Ecuador y Perú hay cientos de miles de personas desempleadas.
Si se consigna en la Constitución el derecho a consumir agua potable, ¿todos tienen agua potable al día siguiente? Evidentemente, no. Nueva Zelanda no tiene constitución económica, pero un mayor porcentaje de su población goza de agua potable que en Perú. Que todos los peruanos accedan a servicios de saneamiento depende del marco regulatorio y la gestión pública. Si estas fallan, lo que diga la norma suprema será letra muerta.
¿Necesitamos cambiar la Constitución para que el gobierno brinde mejores servicios e infraestructura? La respuesta es, nuevamente, no. El Tribunal Constitucional ha señalado que el régimen de economía social de mercado [8] implica bienestar de la sociedad, libre mercado y «estado subsidiario y solidario». El art. 58 de la Constitución de 1993 establece claramente que el Estado orienta el país y actúa «principalmente» (ergo, no exclusivamente) en las áreas de promoción del empleo, salud, educación, seguridad, servicios públicos e infraestructura.
De conformidad con lo establecido en el art. 58 de la Constitución, y a la luz de lo mencionado por el Tribunal Constitucional, el Poder Ejecutivo puede gastar miles o decenas de miles de millones de dólares:
- Creando oportunidades de empleo, como a través del otorgamiento de créditos, el desarrollo de actividades de fomento, incentivos tributarios, entre otros.
- Construyendo hospitales públicos en todo el país que brinden servicios de salud de primera calidad, a precios subsidiados o de manera gratuita, según la capacidad de gasto de la población, asegurando, por ejemplo, que hayan más de diez mil camas UCI y suficiente oxígeno medicinal para los pacientes.
- Ofreciendo servicios de educación escolar, técnica y universitaria públicas y de primer nivel, ya sea de manera directa o a través de asociaciones público privadas, a precios subsidiados o de manera gratuita, según corresponda.
- Suministrando servicios públicos con cobertura nacional y cumpliendo los principios de universalidad, igualdad, obligatoriedad, continuidad, accesibilidad, calidad y eficiencia. Servicios públicos como telecomunicaciones (telefonía, internet), energía (electricidad, gas natural, alumbrado público) y saneamiento (agua potable y alcantarillado). Estos servicios pueden ser brindados mediante asociaciones público privadas, y el Estado tiene el deber de asegurar que todos los ciudadanos accedan a estos servicios, ya sea a precios subsidiados o de manera gratuita, según corresponda.
- Proveyendo infraestructura pública como carreteras, aeropuertos, puertos, vía férreas. El Estado tiene el deber de garantizar la conectividad a nivel nacional. Y si en determinados escenarios se usa la técnica de las asociaciones público privadas para proveer la infraestructura, el Estado debe garantizar su uso gratuito para los que menos tienen, y precios subsidiados para los que pueden pagar algo, como en todos los ejemplos anteriores.
Para que haya esos miles o decenas de miles de millones de dólares, la Constitución de 1993 garantiza la libertad económica, la competencia y la inversión, que son los motores del crecimiento económico y los que posibilitan el pago de impuestos, que son los recursos públicos necesarios para promover el empleo, salud, educación, seguridad, servicios públicos e infraestructura.
Si hay recursos públicos, una regulación eficaz y eficiente y gestores públicos idóneos, el resultado debería ser, por ejemplo, hospitales públicos con cobertura nacional brindando servicios de calidad, con farmacias debidamente abastecidas, quirófanos completos, oxígeno medicinal para todos los pacientes, etc. Y estos hospitales públicos podrían ser gestionados por el Ministerio de Salud o a través de asociaciones público privadas. Todo esto, por cierto, no es un asunto constitucional, ¡sino de gestión pública!
Que el Estado asegure una adecuada provisión de infraestructura pública y servicios públicos y brinde servicios de educación y salud de calidad no depende de lo que diga la Constitución, sino de una buena regulación y gestión pública. Una adecuada complementariedad entre mercado y regulación estatal, bajo los principios de subsidiariedad y solidaridad.
Por virtud del principio de subsidiariedad previsto en el art. 60 de la Constitución, y solo a modo de ejemplo, existe una ley que regula la prestación de servicios de transporte aéreo en las zonas donde las empresas privadas no están interesadas en participar. Así, en zonas de la Amazonía, el Estado subsidia los pasajes de los vuelos nacionales.
Que el Estado sea un mal gestor, no utilice bien los recursos públicos o sufra de actos de corrupción, nada tiene que ver con la Constitución. El goce de ciertos derechos no depende de lo que diga la Constitución, sino de la gestión pública. La Constitución puede decir que todos tenemos derecho a un ambiente sano, pero si el gobierno no mueve un dedo al respecto, los ríos se contaminarán y los bosques se deforestarán.
Asumamos hipotéticamente que la Constitución no dijera que todos tenemos derecho a un ambiente sano. Este vacío no impediría la creación del Ministerio del Ambiente (MINAM), del Organismo de Evaluación y Fiscalización Ambiental (OEFA) y del Servicio Nacional de Certificación Ambiental para las Inversiones Sostenibles (SENACE), como tampoco impediría combatir la minería ilegal y fomentar la reforestación. De hecho, cabe recordar que el MINAM y el OEFA fueron creados debido a los compromisos asumidos en el tratado de libre comercio (TLC) firmado entre Perú y Estados Unidos. Fue el TLC, y no la Constitución, lo que gatilló la creación de instituciones destinadas a lograr una mayor protección ambiental. El hecho de que el Congreso actual no haya ratificado el Acuerdo de Escazú, no se debió a la Constitución, sino a una falta de voluntad política. Esperemos que pronto este acuerdo sea ratificado.
La Constitución sí puede incentivar una mayor protección ambiental. Si la carta magna, además de declarar que todos tenemos derecho a un ambiente sano, reconociera, como lo hace la Constitución ecuatoriana, que la naturaleza tiene derechos, pues se articularían mayores herramientas jurídicas con el objeto de brindar una mayor protección del ambiente. El pobre río Rímac es uno de los más contaminados del mundo. Quizá otorgándole el “derecho” a no ser contaminado y encargando su defensa no solo al MINAM, sino también a organizaciones privadas, podría existir una mayor presión para que otros actores —ministerios vinculados a la industria y minería y las empresas industriales y mineras— coadyuven en la limpieza del río.
Pero no basta lo que proclama la norma suprema, se requiere gestión pública que la implemente, que la ponga en práctica, que la dote de contenido real y concreto. Si bien la Constitución ecuatoriana ha sido felicitada por reconocer derechos a la naturaleza (la «Pacha Mama»), un flagelo que sigue azotando a este país es la minería ilegal (lo mismo que en Perú). Cinco personas acaban de fallecer por el deslizamiento de tierras en una mina ilegal ubicada en el cantón San Lorenzo de la provincia de Esmeraldas.
¿Qué podemos cambiar del régimen económico de la Constitución? Para empezar, el Instituto Nacional de Defensa de la Competencia y de la Protección de la Propiedad Intelectual (INDECOPI) debería ser un organismo constitucionalmente autónomo. Esto garantizaría una mayor autonomía de la institución, lo que repercutiría en un fortalecimiento de la libre y leal competencia, la tutela de los derechos del consumidor, la defensa de la libertad de empresa y la libre iniciativa privada —a través del régimen de eliminación de barreras burocráticas ilegales e irracionales— y la protección de los derechos de autor y de propiedad industrial (las invenciones y los signos distintivos).
Un asunto que sería un gran cambio, una verdadera revolución económica y social, es lo referido a la propiedad de los recursos naturales. Debería modificarse el art. 66 de la Constitución para reconocer que los recursos naturales (minerales, hidrocarburos, etc.) son de propiedad de las personas titulares de la superficie debajo de la cual se encuentran dichos recursos. Si debajo de su terreno hay oro, ese oro sería suyo. Y esta titularidad alcanzaría a las comunidades campesinas y a los pueblos indígenas, tribunales o nativos. Los recursos naturales que se encuentran debajo de las tierras de las comunidades campesinas o de los pueblos indígenas serían de estos. Una medida radical como la propuesta terminaría con los conflictos socio-ambientales. La comunidad campesina decidiría si se extrae el cobre o si continúa con la agricultura; la comunidad nativa elegiría si se extrae o no el petróleo. Si lo desearan, podrían asociarse con empresas para la extracción de tales recursos, respetando, claro está, las exigencias ambientales.
La libertad de contratación, y no las habilitaciones administrativas (por ejemplo, una concesión minera), asignaría los recursos de una manera eficiente y en paz. Habría más inversión, sin conflicto social. Más efectivo (y rentable) que el Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) sobre Pueblos Indígenas y Tribales de 1989, es reconocer a estos pueblos auténticos derechos de propiedad.
¿En qué quedaría el rol del Estado? Tendría mayores recursos públicos derivados del cobro del impuesto a la renta generada por actividades que sí se desarrollarían —no paralizadas como ocurre en la actualidad debido a la conflictividad social—. Asimismo, mantendría su potestad para exigir permisos y estudios ambientales, así como para fiscalizar las obligaciones ambientales.
Diversos temas podrían ser materia de cambio en la Constitución. Sin embargo, hay que ser precavidos, su sola modificación, o sustitución, no hará que desaparezca la pobreza. Esta disminuye con inversión que genera puestos de trabajo; pero la inversión quiere reglas claras y predecibles. Mejor es un proceso de reforma de la Constitución, bajo reglas conocidas, que una asamblea constituyente, un escenario desconocido en el que cualquier cosa puede ocurrir, para bien o para mal.
Con la Constitución de 1993, el Perú tuvo un mayor crecimiento económico (y se redujo más la pobreza) que con la de 1979. Si vamos a tener una nueva Constitución, debería ser para crecer más y que todos los peruanos gocen de un mayor bienestar económico y social; no para espantar la inversión, aumentar el gasto público a causa de una burocracia agigantada e ineficiente, generar inflación, aumentar el desempleo como consecuencia de una mayor rigidez laboral, subir los precios debido a una sobrecarga regulatoria, incrementar la pobreza e incentivar la migración de los peruanos.
Que las emociones no nos lleven a echar por la borda lo ganado. Hay que trabajar en reducir las brechas y la pobreza, por supuesto, pero reconociendo que este es un asunto de gestión pública, no de mera exclamación constitucional. Una asamblea constituyente puede ser la trampa perfecta para que una minoría agazapada expropie la libertad de una mayoría impávida.
Hugo Gómez Apac – Profesor de Maestría Constitucional de la PUCP – Portal Jurídico Pólemos