El valor de la universidad en España en el siglo XXI
No corren buenos tiempos para la universidad española. La noticia de graves irregularidades en el seno de una universidad pública, en principio acotados en determinadas personas y centros, y la utilización de la universidad como arma arrojadiza en la contienda política, han centrado el foco de la opinión pública en la actividad de nuestras universidades y, de paso, han afectado de forma significativa a nuestra propia reputación como instituciones públicas.
La sociedad, la ciudadanía y la propia comunidad universitaria, reclaman respuestas. Ante la gravedad de estos hechos revelados, es un deber de la universidad para con la sociedad responder con total firmeza y transparencia, asumir las consecuencias y depurar las responsabilidades que puedan derivarse de las malas praxis universitarias. Ante la gravedad de los efectos de la instrumentalización en el debate político y de su fácil generalización que minan seriamente el prestigio y la confianza en las universidades, es un deber para con nuestra institución y un compro- miso firme con el sistema público de educación superior, defender públicamente el trabajo honesto de la inmensa mayoría de la comunidad universitaria española.
Las universidades públicas disponemos de instrumentos de control con los que hacer frente a cualquier tipo de malas praxis académicas o de ilegalidades. Como universitarios sabemos que el cuestionamiento y la crítica son instrumentos imprescindibles para el progreso del conocimiento. La autocrítica debe ser la primera de las tareas que, como universitarios, debemos imponernos para la mejora en nuestro funcionamiento y para no caer en una falsa complacencia. Formulemos y asumamos la crítica en la universidad con todos los argumentos. La universidad desde la humildad y la honestidad intelectual, debe acostumbrarse a ser criticada y ser crítica consigo misma, y debe esforzarse en ser implacable cuando se detecte que algo se ha hecho mal. Ante la gravedad de los hechos denunciados, no es tiempo de respuestas tibias, ni de excusas que puedan sonar a un corporativismo a todas luces injustificado; no puede haber el menor atisbo de condescendencia con los comportamientos inadecuados que nos avergüenzan a todos y especialmente a los universitarios y, sobre todo, con los actos contrarios a la ley.
Las universidades públicas disponemos de instrumentos de control y procedimientos reglados con los que hacer frente a cualquier tipo de malas praxis académicas o de ilegalidades en la actividad universitaria y, por tanto, estos deben actuar con total normalidad y, si es necesario, que se refuercen para que, con la máxima celeridad, se depuren con toda la contundencia las responsabilidades que, en su caso, pudieran derivarse de los hechos controvertidos.
Desde esta postura de autocrítica sincera, los universitarios podemos todos juntos reclamar el respeto para todo aquello que la universidad hace bien en su día a día. Asumiendo nuestras limitaciones y las debilidades de la universidad española, no debemos olvidar ni menospreciar el valor de la institución, la labor que viene desarrollando en cumplimiento de sus tres tareas fundamentales, la formación, la investigación y la transferencia de conocimiento a la sociedad. El sistema universitario público, está sometido a estrictos mecanismos de evaluación y control interno y externo de su actividad y por ello queremos manifestar nuestra confianza en el desarrollo de las enseñanzas impartidas en la universidad pública.
En particular, en el ámbito de la Universidad de Granada, nuestras facultades y escuelas y la Escuela Internacional de Posgrado, cuentan con sistemas de garantía de la calidad acreditados que avalan el rigor, la eficacia y la transparencia en la gestión de sus titulaciones. La universidad pública española, ha garantizado durante las últimas décadas la formación de distintas generaciones y ha contribuido a la consecución de importantes progresos sociales que la han hecho alcanzar elevados y merecidos índices de satisfacción y reconocimiento por parte de la ciudadanía. En los últimos cuarenta años, la universidad ha sido uno de los principales motores del crecimiento económico, del desarrollo social y del progreso cultural de España. Sin ningún género de duda, los millones de personas que han pasado por ella han sido uno de los colectivos más importantes en la profunda transformación que nuestro país ha experimentado en las últimas décadas.
Hemos afrontado un proceso de reforma profunda de nuestras enseñanzas para su adaptación al Plan Bolonia en el peor de los escenarios económicos posibles, con recortes importantísimos en financiación, con merma importante de recursos y de derechos, un cambio estructural en la universidad española que se ha sostenido únicamente con el esfuerzo generoso y lleno de voluntarismo de gran parte de la comunidad universitaria. Y, a pesar de ello, la universidad española ha alcanzado importantes avances en internacionalización, y ha alcanzado y mantenido posiciones en el sistema de ciencia y de innovación europeos muy meritorios en comparación a otros países de nuestro entorno teniendo en cuenta la escasez ya casi crónica de los recursos públicos invertidos.
La universidad, desde la humildad y la honestidad intelectual, debe acostumbrarse a ser criticada y a ser crítica consigo misma. Hay razones, pues, para que la sociedad siga confiando en nosotros. No debemos permitir que se malgaste el capital social que tanto nos ha costado acumular en estos años. Pero quizá el daño producido al sistema universitario español sea tan profundo que no baste con esta profesión de fe en su funcionamiento. Por eso, dirigiéndome ahora a los miembros de la comunidad universitaria, quiero hacer un llamamiento para que en estos momentos difíciles situemos en el corazón del debate universitario, el valor de integridad académica.
La universidad por su misión educativa, tiene mayor responsabilidad entre todas las instituciones de actuar sin tacha. La educación va más allá del saber de las disciplinas y supone también educar en valores y educar a ciudadanos y profesionales como personas responsables y con firmes principios éticos. La universidad es germen de conocimiento y de la innovación científica, pero la ciencia solo avanza desde la búsqueda de la verdad y la exclusión sin paliativos del engaño, el plagio y la mala praxis. La integridad académica existe cuando quienes formamos esta comunidad, trabajamos en la búsqueda del conocimiento de forma honesta y justa, con respeto mutuo, confianza y aceptando la responsabilidad de nuestras acciones tanto como sus consecuencias, cuando priorizamos esos valores y los convertimos en referente que regula nuestras acciones y decisiones de cada día.
Hoy, más que nunca, es necesario hablar de integridad en la universidad, porque desde ella debemos intentar romper ese círculo vicioso y nocivo que perpetúa la deshonestidad, la ilegalidad y la corrupción en la sociedad como apéndices consustanciales, casi naturales, de nuestros comportamientos sociales; y es necesario hablar de integridad académica porque es la virtud real y concreta que puede practicar la comunidad universitaria en su comportamiento ético. Es en esa tarea educativa en la que la universidad y todos los universitarios —estudiantes, profesores y personal de administración y servicios— debemos ser ejemplares.
Nuestras escuelas y facultades son y deben ser sedes del aprendizaje en los valores de la integridad, de la honestidad, del respeto al trabajo ajeno y la confianza mutua. Creando en los campus universitarios un clima de tolerancia cero hacia la deshonestidad académica estamos construyendo un verdadero programa formativo, un currículo no escrito donde no se certifican conocimientos y competencias, sino valores y actitudes, desde los que podemos ayudar a la creación de una sociedad más íntegra. De esta forma estaremos contribuyendo a la mejora sustancial del tejido social y a que la universidad asuma su papel de referente crítico de la sociedad. Solo así podremos restaurar el respeto y el crédito de nuestra institución y la confianza de la sociedad en lo que hacemos.
La historia centenaria de nuestras universidades, también nos enseña que podemos dar lo mejor de nosotros mismos especialmente en los tiempos difíciles. Transformemos lo que pudiera ser un momento difícil en oportunidad para demandar a la sociedad y a los poderes públicos las reformas y las respuestas a los problemas graves y profundos que nos afectan y salgamos reforzados como institución en ese envite. Aprovechemos este foco de atención en el que hoy estamos situados para poner de verdad en la agenda política a la universidad, situar su presente y su futuro como una «cuestión de Estado». Es tiempo de hacer política universitaria y hacerla con grandeza y altura de miras.
En los últimos cuarenta años, la universidad ha sido uno de los principales motores del crecimiento económico, del desarrollo social y del progreso cultural de España. Sin duda nuestra institución necesita de una profunda reforma y adecuación a los nuevos condicionantes de una sociedad compleja y de un contexto socioeconómico altamente cambiante. Las propias universidades estamos demandando un consenso político que impulse una mejora de nuestras estructuras. Y reclamamos una nueva ley de universidades que vehicule ese cambio.
Pero no nos quedemos en la superficie, vayamos más allá del ruido mediático y abordemos de verdad y en profundidad los retos que tenemos. Abramos un debate público sin restricciones y abordemos con toda radicalidad sus debilidades y fortalezas, esto es, lleguemos a la raíz de los grandes problemas de la institución. Y exijamos a la sociedad, a los agentes económicos y sociales, a los poderes públicos y a las propias universidades que nos tomemos en serio la universidad. Tomarse en serio la universidad, es abordar nuestro modelo de política científica y de transferencia en el mundo globalizado, donde las nuevas tecnologías de la información han empezado a minar el tradicional monopolio de la generación del conocimiento experto que estaba en manos de las universidades.
El futuro que comienza a atisbarse es un sistema de enseñanza superior cada vez más plegado a las demandas inmediatas del mercado. Pero confundir las demandas del mercado con las demandas de la sociedad civil, que no siempre son coincidentes, tiene el riesgo de abrir una fractura en la universidad, entre las ciencias básicas, sociales y humanas que son cada vez más relegadas en esta peculiar economía de saber, y el conocimiento «relevante» —la ciencia aplicada al desarrollo de productos— que se ha convertido en la nueva prioridad y que ha modificado irreconociblemente a las universidades. Hoy más que nunca, hay que reproponer en el seno de nuestra institución un nuevo diálogo entre el saber científico-tecnológico y los saberes científico-sociales y humanistas, necesario para el avance integral del conocimiento humano.
Tomarnos en serio la universidad y el futuro de los estudiantes es ir más allá de hablar solo de la necesidad de adecuar nuestra oferta a las necesidades del mercado laboral. Debemos estar dispuestos a afrontar el desajuste creciente en nuestro país entre la cualificación de los graduados universitarios y el nivel requerido por el mercado de trabajo. De acuerdo con los últimos datos disponibles en el Informe CyD del año 2017, en España el 35,5 % de los contratos de trabajo firmados por egresados lo ha sido para desempeñar empleos de baja cualificación. Ocupamos el puesto 28 entre los países que menor porcentaje registran de egresados ocupados en tareas de alta cualificación. Este desajuste y sobrecualificación es causa de precariedad y desprotección, desincentiva al egresado o lo expulsa directamente de nuestro mercado de trabajo en busca de mejores expectativas fuera de nuestro país.
Cómo mejorar la inserción y empleabilidad de nuestros egresados en un diálogo constante con el tejido productivo y cómo realizar un engarce jurídico satisfactorio de la formación práctica en nuestros sistemas universitario y empresarial es una tarea acuciante y pendiente. Debemos afrontar el desajuste creciente en nuestro país entre la cualificación de los graduados universitarios y el nivel requerido por el mercado de trabajo. Tomarse en serio la universidad es estar dispuesto a afrontar una modernización que la libere del estrangulamiento burocrático, de las trabas que con cada nueva normativa — véase, verbigracia, los efectos de la aplicación de la nueva ley de contratos públicos en nuestro funcionamiento cotidiano—, con cada nueva convocatoria de ayudas, con cada nuevo requerimiento de las agencias de evaluación que asfixian de una forma absolutamente desproporcionada la gestión académica y las tareas de investigación.
Hemos convertido lo accesorio en principal, la justificación administrativa de nuestra actividad académica e investigadora se ha erigido en nuestra principal actividad, hemos colonizado burocráticamente el tiempo de estudio y de reflexión serena del que nace el saber que fundamenta nuestra dedicación docente. ¿Seremos capaces de abordar sinceramente este gravísimo problema que aqueja al funcionamiento de nuestro sistema universitario y que tanto desmotiva, desincentiva y desmoviliza a la comunidad universitaria?
Nos falta apoyo y recursos, sistemas de gestión flexibles y eficaces, la profesionalización y especialización de la gestión universitaria para que el profesor universitario pueda volver a dedicarse a lo que se comprometió vocacionalmente, al magisterio y a la búsqueda de la verdad a través del estudio y la investigación. Tomarse en serio la universidad es estar dispuestos a dotar de una suficiencia financiera a las universidades, similar a la de los países que sí vienen tomándose en serio en sus partidas presupuestarias que la mejor inversión social es la inversión en conocimiento.
¿Cómo, desde qué punto de partida, con qué medios afrontar esos retos?
En esta misma semana cerca de 800 universidades, hemos renovado, en Salamanca, nuestro compromiso con la Magna Charta. El documento que un grupo de universidades europeas firmaron hace treinta años para velar por los valores universitarios convencidos de que la universidad sería un valor fundamental para la construcción del proyecto europeo. En este documento se acordaban los principios fundamentales que debían sustentar nuestra vocación.
La libertad académica como la base para una investigación independiente y una barrera para cualquier intervención indebida, tanto por parte de gobiernos como de grupos de interés. La autonomía institucional, un requisito previo para aquellas universidades modernas que actúan con efectividad y eficiencia (nuestro país ocupa el puesto 28 en este ámbito). El espíritu crítico y el fomento de la actividad docente e investigadora en un marco de una absoluta libertad y de interacción de las diferentes culturas como factor enriquecedor del conocimiento.
Releyendo estos compromisos, estoy convencida de que la crisis de la universidad solo puede afrontarse con lo más valioso que tenemos, que son los valores que la constituyen en una institución que ha jugado un papel trascendental en la historia de nuestras sociedades. Cuando pedimos acciones decididas para retener y captar talento, de dentro y de fuera, es para enriquecer y mejorar la formación de nuestros alumnos
La universidad en su historia centenaria ha pasado por innumerables momentos difíciles, su supervivencia la consiguió enarbolando la autonomía institucional frente a la Iglesia o frente al poder de los gremios; precisamente por su siempre molesta independencia fue cerrada temporalmente en nuestro país en los tiempos absolutistas de Fernando VII. La universidad que concibieron y defendieron hace ya cien años personalidades tan alejadas y distintas como Ortega y Gasset o Bertrand Russell era una universidad independiente en el cumplimiento de sus funciones básicas para con la sociedad libre de toda presión o injerencia externa.
Pero cuando reivindicamos autonomía desde la universidad no es para colocarnos de espaldas a la sociedad o mantener el statu quo en el interior de una institución centenaria. Cuando revindicamos desde la universidad un sistema de financiación realista, equitativo, transparente y responsable, no lo hacemos para sobrevivir solo económicamente en la inercia de nuestra actividad, sino convencidos de que la inversión en educación superior es hoy la mejor inversión social que un país puede hacer en la sociedad del conocimiento. Cuando en el ejercicio de la autonomía universitaria planteamos una oferta de una nueva titulación, no estamos pensando en construir una torre más para el castillo de la universidad, sino en abrir una puerta a través de la que dar respuesta a la cualificación que ampliamente nos demanda la sociedad.
Cuando reivindicamos desde la universidad potenciar nuestros centros e institutos de investigación, o cuando exigimos el reconocimiento de la actividad investigadora y de la calidad docente del profesorado, no es para colmar expectativas de nuestro personal, sino para multiplicar el efecto de nuestra capacidad de generar conocimiento y que este además sea productivo.
Cuando pedimos acciones decididas para retener y captar talento de dentro y de fuera o internacionalizar más la universidad, no es solo para atraer docentes o estudiantes de otros lugares que aumenten nuestro prestigio o el número de matrículas, sino para enriquecer y mejorar la formación de nuestros jóvenes, abriendo sus mentes a otras culturas y formas de pensamiento, para hacer una universidad más permeable a nuevas ideas y para estimular nuestra creatividad creando riqueza social para la ciudad.
Así entendida, es un bien público, es un bien de todos, un derecho de todos; y un deber de protegerlo que nos atañe a todos, pero especialmente a los poderes públicos en los distintos niveles de gobierno en su promoción y financiación. A la sociedad española, le pido confianza, confianza en nuestro sistema universitario y en el trabajo de la inmensa mayoría de la comunidad universitaria.
Hoy, cien años después de aquel trascendental movimiento universitario que fraguó en la universidad argentina la Declaración de Córdoba, símbolo de la necesidad de abrir la universidad elitista a la participación ciudadana y al compromiso social, esta institución debe establecer vínculos con la sociedad, tratar problemas de la misma, encontrar en ella la justificación principal de su existencia. La universidad puede y debe asumir una función de liderazgo en este nuevo contexto global de la sociedad del conocimiento y a partir de ahí tejer alianzas, construir ciudad con todas las instituciones, colectivos, y con la sociedad civil.
Hay razones para confiar en nuestra institución. Sus valores son su fortaleza. Su mayor patrimonio son las personas, que, en su seno, los trasladan a sus actos cotidianos. Las comunidades académicas se enriquecen cuando sus miembros viven y comparten sus valores fundamentales. La integridad se hace más fuerte dentro de las comunidades académicas cuando las normas se encuentran alineadas con estos valores fundamentales y con el apoyo de sus políticas y procedimientos institucionales.
Actuemos con ambición colectiva, sintámonos orgullosos de la pertenencia a esta institución. Reivindicar esos valores académicos, recuperar la esencia de la misión educativa de la universidad y ponerla al servicio de la sociedad es la mejor arma para construir nuestro futuro. Con estos compromisos públicos, doy por inaugurado el año académico 2019 en nuestra alma mater, la Universidad de Granada de España.
Dra. Pilar Aranda Ramírez – Discurso de Apertura del año académico 2019 de la Rectora de la Universidad de Granada – España