Los 75 años de la ONU y las elecciones en Estados Unidos
¿Cómo será el mundo en 2020? Estamos ante un mundo desorientado por la falta de referentes sólidos: fallan o se cuestionan unas instituciones que a menudo se muestran incapaces de canalizar las frustraciones de amplias capas de la población, de aliviar sus miedos y de apuntalar sus esperanzas. Y esta desorientación provoca perplejidad, o lo que es lo mismo, la incapacidad de tomar decisiones a tiempo.
También es un mundo desigual en más de un sentido: hablamos de la desigualdad entre países y, sobre todo, dentro de cada una de las sociedades, entre los pocos que tienen mucho y los muchos que tienen poco; de la desigualdad de género, ámbito en que los niveles de concienciación y movilización son cada vez mayores, aunque los avances sean demasiado lentos y se detengan por el auge de fuerzas políticas o sociales regresivas. La desigualdad es también territorial, bien sea dentro de una misma ciudad, o entre aquellas zonas de un país bien conectadas y las que han quedado en el olvido. La quinta desigualdad es la generacional, no solo material sino también de expectativas.
Fruto de estas desigualdades, pero también de la aceleración de los cambios tecnológicos, tendremos un mundo desincronizado. En otras palabras, que avanza a ritmos muy distintos. Existe desincronización global y desincronización social. Incluso podría hablarse de una nueva forma de desigualdad entre quienes se hallan preparados para la aceleración y aquellos que temen quedarse descolgados y se sienten aterrados ante la ausencia de una red de seguridad que amortigüe el golpe.
La segunda mitad de 2019 fue especialmente intensa a nivel de protestas ciudadanas: desde los chalecos amarillos franceses a las movilizaciones en Hong Kong, pasando por el movimiento independentista en Cataluña, las persistentes marchas pacíficas en Argelia, los movimientos anti sectarios en Irak o el Líbano, los partidarios y detractores del Brexit o las protestas antigubernamentales en Guinea y en Zimbabue. Aunque nos enfrentamos a un fenómeno de alcance global, es en América Latina donde el ciclo de protestas ha adquirido mayor fuerza, con movilizaciones en Venezuela, Nicaragua, Ecuador, Chile, Bolivia y Colombia, último país en sumarse.
En 2020 seguiremos debatiendo sobre cuán distintas son estas protestas entre sí pero también sobre algunos elementos compartidos. En clave diferencial, vemos que, en algunos casos, los movilizados hacen una enmienda a la totalidad al sistema y al poder establecido que lo dirige, mientras que en otros las protestas son reflejo de divisiones sociales o territoriales preexistentes. Entre los elementos comunes, existen procesos de emulación y aprendizaje que se intensificarán en 2020. También son compartidas la frustración y la rabia, así como la incapacidad de las instituciones —democráticas o no— de canalizarlas o incluso de valorarlas en su justa medida antes de tomar decisiones que desatan la cólera social. Ahí no sólo están fallando las instituciones gubernamentales sino también las fuerzas de oposición política en lo que es un claro problema de representatividad. Y el tercero es un factor generacional: para los nacidos con el cambio de siglo, estas protestas tienen un valor formativo y pueden marcar su compromiso político y social.
Y después de las protestas, qué? Este será el gran tema de 2020. El estallido de conflictividad política y social ha puesto en aprietos a las instituciones y generará reacciones de signo opuesto. Aquellos estados que se sientan más fuertes, pondrán en marcha mecanismos de acomodación e intentarán aprovechar el factor cansancio entre los propios manifestantes y en la sociedad en su conjunto. En cambio, si los estados se sienten débiles y existe una fuerte fragmentación social, aumentará el riesgo de violencia. Una de las consecuencias no deseadas de este ciclo de protestas será el ansia de orden en sectores no movilizados de la población, singularmente cuando las protestas hayan tomado tintes violentos. En materia represiva también se producen procesos de aprendizaje y veremos un empoderamiento de las fuerzas de seguridad, actuando de un modo cada vez más desacomplejado. Esto reforzará las tendencias de militarización y securitización preexistentes, especialmente en algunos países latinoamericanos y del mundo árabe.
Junto a estas protestas, localizadas pero simultáneas, en 2020 continuará tomando fuerza otro tipo de movilizaciones de naturaleza transnacional y que se articulan en torno al feminismo y a la emergencia climática. Estas protestas también tienen un fuerte componente generacional y destacan por su voluntad propositiva. Más que desafiar a las instituciones, lo que hacen es presionarlas para que respondan.
Uno de los rostros del año 2019 es el de Greta Thunberg, representante por excelencia de la generación Z (los nacidos a partir de 1997) y de la movilización social para intentar detener el calentamiento global. Y es que, en 2019, la retórica y los movimientos sociales han empezado a reflejar la urgencia que los científicos llevan años señalando. Claro ejemplo de este proceso de penetración del debate es que, en opinión del Oxford English Dictionary, la expresión del año en 2019 es emergencia climática. La joven activista sueca seguirá dando titulares en 2020 pero el verdadero éxito de este movimiento será su despersonalización y, sobre todo, su capacidad de sacudir conciencias, cambiar hábitos y aumentar la presión social sobre compañías y gobiernos. El último informe del Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente no deja margen para duda: es imprescindible que en 2020 se acelere la acción contra el cambio climático. Durante los próximos diez años se decidirá la salud medioambiental del planeta en función de si se modera o se acelera el calentamiento global.
En 2020 entra en funcionamiento el Acuerdo de París, que, en su artículo 2, fijaba como objetivo mantener el aumento de la temperatura media mundial muy por debajo de los 2 °C con respecto a los niveles preindustriales, y proseguir los esfuerzos para limitar ese aumento de la temperatura a 1,5 °C. Durante este año, todos los estados —menos EE. UU., el único país del mundo que está en proceso de abandonar el acuerdo— tendrán que entregar sus nuevos planes nacionales voluntarios para alcanzar el objetivo colectivo. Junto con la retirada norteamericana, el otro paquete de decisiones nacionales de una trascendencia más destacada vendrá de China, el mayor emisor de gases de efecto invernadero del mundo, que anuncia la puesta en funcionamiento de nuevas centrales de carbón.
El Acuerdo de París se basa en mecanismos de transparencia, y eso debería facilitar que se ejerza presión social sobre los estados que incumplen sus compromisos o sobre aquellos que entregan planes con un nivel de ambición deficiente. La naturaleza del acuerdo favorece, en principio, una mayor politización, aunque no siempre se manifieste en una misma dirección ni con el mismo tono.
En estos momentos, por ejemplo, los movimientos sociales que piden mayor acción para el cambio climático son mucho más fuertes en medios urbanos que rurales y todavía son muy débiles en la mayor parte de países en vías de desarrollo a pesar de ser los que sufren sus efectos de forma más extrema.
Por otra parte, el pacifismo de los #FridaysForFuture (FFF) compartirá protagonismo con expresiones más radicales como las del Extinction Rebellion (XR). Mientras que movimientos climáticos marcarán agendas sociales y políticas y, en algunos casos, lo medioambiental puede convertirse en un espacio de contestación a regímenes autoritarios, también veremos la reacción opuesta: fuerzas que abrazan el negacionismo climático o que menosprecian la urgencia del reto como una preocupación de ricos urbanitas globalistas. Esta evolución es especialmente visible en los movimientos populistas de derechas a ambos lados del Atlántico, que alternan el discurso antiinmigración con la negación del calentamiento global o la crítica a las medidas para hacerle frente.
La lucha contra el cambio climático generará ganadores, perdedores y costes de transición. Es ahí donde el populismo de derechas intentará explotar los miedos de una parte de la población o de determinados territorios que todavía dependen de actividades productivas altamente contaminantes. Por esta razón, iniciativas como el European Green Deal —el objetivo de la UE de conseguir la neutralidad climática para 2050—, o las discusiones sobre la fiscalidad ambiental se juegan el éxito no sólo por lo que respecta a su ambición y capacidad para llevarlos a cabo, sino también en la medida que consigan tranquilizar los miedos de aquellos que se sientan perdedores de esta nueva realidad.
Junto a esta dinámica también veremos cambios en el comportamiento empresarial: la industria, especialmente en Europa, invertirá cada vez más en tecnologías de descarbonización, pero también habrá empresas que opten por retrasar sus planes de inversión a la espera de constatar la profundidad de la transformación de los hábitos de consumo, de la implantación de nuevas tecnologías o del marco regulador. A un nivel micro, sucede lo mismo entre los ciudadanos. En este punto hay tres sectores especialmente sensibles: la automoción, los plásticos y la alimentación. Sin embargo, si en 2020 los Black Friday continúan batiendo récords de consumo, y el tráfico aéreo no hace más que aumentar, habrá que preguntarse el porqué de tal distancia entre el discurso dominante y las acciones cotidianas.
En 2020 se conmemorarán también los setenta y cinco años de la entrada en vigor de la Carta de las Naciones Unidas, firmada en San Francisco en 1945. Un aniversario señalado que, sin embargo, coincide con un momento de cuestionamiento del multilateralismo y lo que ha venido a llamarse el orden global liberal, incluso por parte de quienes contribuyeron a edificarlo. En junio de 2019 la Asamblea General de la Organización de Naciones Unidas (ONU) aprobó la resolución 73/299 en que determinaba el 75 aniversario como un momento de reflexión, y fijaba el 21 de septiembre de 2020 para organizar una reunión de alto nivel con la participación de jefes de Estado y de Gobierno.
Se ha escogido para esta conmemoración un lema explícito: «El futuro que queremos, las Naciones Unidas que necesitamos: reafirmación de nuestro compromiso colectivo con el multilateralismo». En general, 2020 será un año en que no sólo se discutirá sobre el futuro de la ONU, sino también sobre el de otros marcos multilaterales como la Organización Mundial del Comercio (OMC), con la crisis abierta con la renovación del Tribunal de Resolución de Disputas —su mecanismo de arreglo de diferencias comerciales—, o sobre el G20, cuya presidencia rotatoria recaerá en Arabia Saudí, algo que en sí mismo generará controversia.
Pero si nos centramos en Naciones Unidas, debemos diferenciar entre la ONU como mecanismo de gobernanza global y la ONU como generador de agendas de trabajo colectivo. En el primer punto las disfunciones son más visibles y el riesgo de obsolescencia es más elevado, como muestra la necesaria reforma del Consejo de Seguridad. Por otro lado, su composición actual no refleja la nueva distribución del poder mundial. Hay consenso sobre la necesidad de actualizarla, pero no sobre cómo hacerlo, en buena medida porque aquellos que tienen la llave de la reforma son los que más perderían si se produjera un cambio. Mientras se espera que alguien descubra una fórmula mágica que logre convencer a los miembros permanentes, las reuniones del Consejo acaban siendo un escenario donde los principales actores globales reafirman su poder a través del derecho de veto más que un espacio donde articular respuestas de seguridad colectiva.
Esta situación coincide con un problema agudo de financiación, con contribuciones que no llegan o llegan tarde. Antonio Guterres, secretario general de Naciones Unidas, envió una carta a los miembros de la organización a principios de 2019 alertando que los estados debían 2.000 millones de dólares sólo en materia de mantenimiento de la paz. De esta deuda, un tercio correspondía a Estados Unidos. A medida que avanzó el año la situación no hizo más que empeorar, con 64 estados que seguían sin hacer frente a sus cuotas, exponiendo a la organización a la peor crisis de liquidez en una década. Aunque desde la Secretaría General se intentará aprovechar el simbolismo del 75 aniversario para revertir esta situación, la falta de compromiso no es algo que se solucione con una conmemoración.
Además, esta crisis de recursos es doblemente preocupante porque las emergencias a las que Naciones Unidas y sus agencias especializadas deben hacer frente son cada vez más agudas y también más recurrentes. Según la ONU, en 2020 más de 168 millones de personas necesitarán ayuda humanitaria en todo el mundo, la cifra más alta en décadas, y la previsión es que siga aumentando considerablemente los próximos años. Para 2020 la prioridad humanitaria estará centrada en Yemen, Sudán del Sur, Siria, Venezuela y, en menor medida, Afganistán, Burundi, Haití, Sudán, Iraq y la República Centroafricana. Asimismo, la atención a la infancia se convierte de nuevo en una prioridad para las agencias de Naciones Unidas, ya que será necesario atender a más de 59 millones de niños en más de 60 países de todo el mundo, triplicando las necesidades de financiación de hace una década.
La situación de impotencia contrasta con el efecto movilizador de las agendas internacionales, con los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) o Agenda 2030 como foco de referencia. Empezó pues, una década decisiva y se intensificará la discusión sobre qué se ha conseguido durante los cinco años anteriores y sobre lo que queda por hacer. De los ODS se ha dicho que son un proceso mucho más inclusivo que los precedentes Objetivos del Milenio y, sin duda, hay más apropiación por parte de administraciones públicas a todos los niveles y también de la sociedad civil. El reto es traducir este dinamismo en forma de cumplimiento de los objetivos a través de medidas efectivas. De lo contrario, los ODS correrán el riesgo de quedar solo como una marca, un logo, una imagen, y las futuras iniciativas se verán comprometidas. Lo mismo podríamos decir del resto de agendas como la climática, la urbana o la de la mujer, paz y seguridad. Esta última también adquirirá protagonismo en tanto que la resolución 1325 cumple veinte años y se espera que haya un impulso a la adopción de planes de acción nacionales.
Los norteamericanos elegirán su presidente el 3 de noviembre. El interés internacional no se limitará exclusivamente a la campaña electoral, sino que incluirá la nominación de los candidatos de los dos principales partidos. Antes que eso, también generará un gran interés el desenlace del proceso de impeachment al presidente Trump, iniciado a finales de 2019. El comportamiento extravagante y las decisiones erráticas de la presidencia Trump han moldeado la agenda internacional durante los últimos tres años y se mantendrá como uno de los principales generadores de incertidumbre y perplejidad global en 2020.
Aunque la campaña electoral (y la pre electoral) se centrará en temas domésticos, por no decir personales, lo internacional no estará ausente del debate. Por un lado, porque el proceso de destitución arranca en la acusación de que Trump retuvo casi 400 millones de dólares en ayuda militar aprobada por el Congreso para presionar al nuevo presidente de Ucrania para que iniciase una investigación sobre Joe Biden —uno de sus posibles rivales demócratas en 2020— y su hijo. Al factor impeachment hay que añadir otros elementos. Por ejemplo, Trump ha hecho bandera de revertir el legado de Obama en temas internacionales. El acuerdo nuclear con Irán es el caso más claro, pero hay que sumar también la retirada de Siria o el abandono del Acuerdo de París sobre el cambio climático. También se ha presentado como un negociador agresivo y capaz de conseguir mejores acuerdos, con China como principal foco de atención. La inmigración, un tema a medio camino entre lo interno y lo internacional, volverá a tener un lugar destacado en estas elecciones.
A medida que avance el año 2020, se irá intensificando la conexión entre las decisiones en materia de política exterior y el calendario electoral, fundamentalmente en los temas en los que Trump decida centrarse para consolidar una determinada imagen de liderazgo o para garantizarse el apoyo de algunos colectivos que puedan ser clave para la reelección. En este sentido, podemos esperar una posición más agresiva respecto a Venezuela o Cuba, dureza en la agenda migratoria (especialmente hacia México), más muestras de apoyo al expansionismo israelí y una paz comercial con China que salvaguarde intereses agrícolas norteamericanos.
Atención también a Afganistán porque, siguiendo la estela de Siria, Trump quiere retirarse lo antes posible de un país y una guerra que habría costado a las arcas estadounidenses casi un billón de dólares. Los talibanes lo saben e intentarán negociar desde una posición de fuerza. Los principales actores internacionales están escrutando estas posiciones e intentarán sacar provecho de las necesidades electorales del actual inquilino de la Casa Blanca. China interpreta que Trump prefiere concluir un acuerdo antes de su cita con las urnas, y Beijing lo utilizará como baza negociadora. Rusia también encontrará nuevos espacios de oportunidad, ofreciendo apoyo a aquellos gobiernos o territorios que son blanco de los ataques norteamericanos y llenando los vacíos de poder e influencia que Estados Unidos deje a su paso. No hay duda que el 2020 será muy complejo para los estados y las sociedades.
Finalmente, las elecciones estadounidenses darán pie a otros dos temas de discusión a nivel internacional. El primero es qué esperar de un segundo mandato Trump si, como todo parece indicar, se confirma como candidato republicano. La hipótesis de que el ejercicio del poder iba a actuar como un factor moderador no se ha visto confirmada o quizás sólo en parte. Aunque Trump ha evitado entrar en zonas de riesgo excesivo y la dimisión de John Bolton como consejero de Seguridad Nacional lo alejó de posiciones más belicistas, lo que no ha cambiado es su imprevisibilidad e impulsividad, así como la falta de contrapesos efectivos. En un segundo mandato, esta forma de hacer política —interior y exterior— puede acentuarse y, por lo tanto, aumentarían los riesgos de accidente y de cambio brusco de dirección, especialmente en temas de seguridad. En materia económica, sólo se pondrá freno al proteccionismo y a la destrucción del sistema multilateral de comercio, si Estados Unidos sufre las consecuencias del mismo y más por la presión interna que por convicción.
El segundo tema de debate global vendrá dado por el perfil de su oponente. Es decir, sobre si el candidato o la candidata demócrata tiene o no agenda internacional y, en caso afirmativo, cuál es su dirección, y si dentro de ésta va a buscar recomponer relaciones con sus aliados. Lo más probable es que Estados Unidos continúe en la senda de la polarización, e inevitablemente esto permeará en la agenda exterior de los candidatos a las elecciones y en la percepción del público. Por tanto, a medida que se acerque el 3 de noviembre, discutiremos cada vez más sobre qué elementos son estructurales en la evolución de la posición de Estados Unidos en el sistema internacional y cuáles dependen de quién ocupe la Casa Blanca.
Eduard Soler Lecha – Investigador Seniors CIDOB