La razón de ser del Congreso Constituyente
Reside en el pueblo el poder constituyente y en él también el poder de reformar o modificar la Constitución de un Estado. Esta verdad que permanece evidentemente a la teoría democrática, ha sido denegada por la escuela doctrinaria, que reconociendo la soberanía de la razón, atribuye a los cuerpos legislativos el poder de reformar la carta fundamental del Estado. En grave inconsecuencia incurren pues los Estados que, gobernados democráticamente, han conferido a sus congresos ordinarios, la facultad de reformar o modificar sus cartas fundamentales.
La omnipresencia parlamentaria, dice un publicista, es una usurpación de la soberanía nacional, es el poder absoluto ejercido por varios. Si se permitiera al Poder Legislativo modificar la Constitución, esta no existiría. Los poderes constitucionales no pueden tocar el contrato político al que deben su existencia, el mandatario no puede modificar su mandato.
Si el pueblo tiene el derecho incontestable de constituirse y de modificar o reformar su Constitución, ¿Cómo habrá de ejercitar estos derechos? Siendo evidente que no puede constituirse por sí mismo, ni modificar tampoco por sí mismo la Constitución existente, se hace indispensable que nombre comisionados o representantes, encargados especialmente de ese mandato. Porque siendo grande, trascendental y la más importante de todas, la facultad de constituirse, debe en primer lugar, confiarse, como encargo único, a determinadas personas y en segundo, se debe ejercitar con la prudencia, la meditación y la cordura que exige el examen de tan sagrado depósito.
Y como de otro lado, los comisionados no son más que representantes de la opinión de los comitentes, su deber único consiste en expresar esa opinión, sea o no la suya. Solo así la mayoría del cuerpo constituyente, representará la mayoría de la nación, en la grande obra de formar o reformar el pacto político. Por lo mismo pues, que es de tanta valía el acto de constituirse, su ejecución debe asegurarse con garantías suficientes. Es la primera y principal que, la facultad de constituirse no se confunda jamás con la de legislar. El cuerpo constituyente no podrá expedir leyes, ni el cuerpo legislativo podrá tocar la Constitución. Como las dos funciones son esencialmente distintas, distintos deben ser los funcionarios.
El Poder Legislativo cumple y desarrolla principios constitucionales, ejerciendo estricta sujeción a ellos, las amplias atribuciones de que está investido, pero, si se trata de reformarlos o modificarlos, la misión debe confiarse a Asambleas Especiales o Congresos Constituyentes a las que el pueblo invista de la autoridad constituyente. En consecuencia, la facultad de constituir debe ejercerse periódicamente por comisionados que al intento nombre el pueblo cada vez en elecciones. El periodo puede ser de nueve años. Porque una Constitución es la expresión de las creencias políticas de una generación dada, y las generaciones se renuevan cada nueve años según Marrast. El periodo puede ser menor, pero nunca mayor, en tal caso, la existencia del pacto político sería ilegitimo, desde que se impone a una generación que ninguna habría tomado parte en él, cuando se formó.
Una generación que opina en tal sentido, puede ser seguida de otra que opina en sentido contrario. En tal caso, ¿no sería injusto y contra derecho compeler a la nueva generación a dirigirse por reglas que su voluntad rechaza? Evidentemente sí. Mientras existe una Constitución, debe ser puntualmente cumplida y ejecutada. El elector o el diputado que votan contra la Constitución, cometen un crimen. El ministro que viola o propone violar la Constitución, es culpable de lesa patria. El Jefe de Estado que permita una violación desliga a todos los ciudadanos de sus deberes para con él. El texto de la Constitución no puede arreglarlo todo, pero su espíritu provee a todo. Cuando se manifiesta un vacio y es necesario llenarlo, el legislador debe cuidarse de ello, pero respetando el texto de la ley fundamental. En general, toda persona por el solo hecho de aceptar un puesto público, se obliga desempeñarlo conforme a la Constitución. Toda infracción debe ser pues severamente castigada.
De un periodo a otro la Constitución ha de existir integra. Las reformas violentas y repetidas no hacen sino desacreditar el sistema y además ellas arrojan la incertidumbre y el desorden sobre las instituciones. Preciso es por consiguiente, guardarse tanto de innovaciones caprichosas, como de una desdeñosa inmovilidad. Profundo respeto a la Constitución durante el periodo y examen de ella al fin de dicho periodo. Cada nueve años considero personalmente, debería el pueblo nombrar representantes con el exclusivo objeto de que reconsideren la Constitución. Reunidos para ese fin único, el texto integro de la Constitución pasará a una comisión de los más importantes miembros con un doble objeto: el que examinen el todo o conjunto de la Constitución, para hacer las modificaciones generales a que se preste la organización toda, y el que se analice detalladamente cada uno de los artículo que la compongan, para hacer en ellos las alteraciones respectivas.
Se votará de este modo primeramente y en conjunto cada una de las partes que la Constitución debe constar, introduciendo en ellas las modificaciones respectivas, si así lo exige la opinión pública o dándoles, caso contrario, una consagración nueva. Y en segundo lugar, al votarse artículo por artículo, se les reformará o modificará en un caso o se les ratificará tales como están, si ellos no merecen alteración alguna. Procediendo de este modo, se habrá ejercido legítimamente el primero de los derechos de la nación, cumpliéndose a la vez el más sagrado de los deberes. Y, terminado el examen de la Constitución de la manera indicada, el cuerpo o Congreso Constituyente declarará terminada su misión y cerrará definitivamente sus sesiones.
Tan manifiesta es la legitimidad de este modo de proceder que, casi no es necesario demostrarla. Todos los principios sociales, todos los derechos nacionales y del individuo se encuentran así, una amplia satisfacción. Los ciudadanos que actualmente componen la nación, obedecerán de esa manera a un pacto que ellos mismos han formado o ratificado y no será preciso ocurrir a fricciones que, como tales, expresan hechos falsos y no pueden servir de fundamento racional, al orden establecido, que descansa y no puede descansar en otra base que en la voluntad real de la mayoría libre y efectivamente expresada. Las generaciones que se suceden no estarán sometidas al querer de generaciones pasadas, o generaciones añejas, sino al suyo propio. De otro modo no hay, no puede haber legitimidad en las instituciones, ni autoridad en los gobernantes.
Así también se deja ancho y expedito el camino del progreso y de la reforma que es su corolario. Las actuales generaciones que marchan a pasos de gigante, irán sucesivamente modificando las instituciones en el sentido de los adelantos sociales y políticos. Desaparecerán por consiguiente, las preocupaciones y los signos latentes de ideas sepultadas ya en el panteón de la historia como signos de una civilización atrasada y vergonzosa. Sin un poder constituyente, ejercitado periódicamente en Congresos ad hoc, falta pues la verdadera base del sistema democrático y el fundamento de toda legitimidad. Las naciones deben, por lo mismo, tomar un positivo interés para organizarlo de modo que llene cumplidamente su propio fin.
Dr. José María Quimper – Jurista – Texto Derecho Político General